Cuando pensamos en lo que un niño necesita para crecer, solemos pensar en alimento, seguridad, amor.
Pero hay algo más, igual de necesario: el juego.
Para un niño, jugar no es un descanso de aprender.
Es cómo aprende.
Jugar es su lenguaje. Es cómo organiza lo que siente, lo que piensa y lo que le rodea.
El juego guiado: cuando lo acompañamos con intención
Hay momentos en los que el juego necesita un poco de estructura.
Cuando un adulto propone una actividad pensada para estimular una habilidad específica —como clasificar colores, encajar piezas o seguir instrucciones— el niño entrena áreas como la lógica, la atención, la coordinación y la paciencia.
No hace falta que sea complicado.
Un material simple, bien presentado y con acompañamiento respetuoso puede abrir una puerta enorme al pensamiento.
El secreto no está en controlar el juego.
Está en invitarlo a explorar, en mostrarle cómo funciona… y luego dejarlo a él continuar.
El juego libre: cuando lo dejamos hacer suyo lo que aprendió
Después del acompañamiento, viene la parte más poderosa: el momento en que el niño toma el juego y lo transforma.
Puede que no use el material como esperábamos.
Puede que combine cosas, invente reglas, o simplemente se concentre en una sola parte.
Ahí, justo ahí, es donde se activa la creatividad, la autonomía, la capacidad de tomar decisiones.
En el juego libre, el niño no solo aplica lo que aprendió:
lo adapta, lo reinventa, lo integra a su manera.
No se trata de más juguetes, sino del momento justo
Darles todos los juguetes posibles no garantiza que aprendan más.
Lo que marca la diferencia es darles el material adecuado en el momento justo.
Ese instante en que el cerebro está listo para observar, comparar, construir, resolver.
Ese tipo de juego —con intención, oportunidad y libertad— potencia el aprendizaje como nada más puede hacerlo.
Como decía María Montessori:
“El juego es el trabajo del niño.”
Con Cariño,
Martha Mari
El juego no es tiempo libre: es su manera de entender el mundo